Alejo Urdaneta : FOLLAJE INMENSO DE RUMORES
Alejo Urdaneta
FOLLAJE INMENSO DE RUMORES
“Mi alma posee ahora más dolores que palabras,
y fuera demasiado extenso narrar todos mis temas
de quejas con una sola pobre voz agotada”
(Shakespeare: La Violación de Lucrecia)
Son iguales todos los parques: frescor y suave brisa, ausencia en la soledad, espejos de agua, algunos rostros inexpresivos, otros animados; clara plenitud del pensamiento en el ocio y la observación. Cuentos e historias de muerte y encantamiento que inventas, tantas historias como visitantes efímeros.
Es grato caminar por los senderos de piedra y arena, rodeados por setos, y sentarse con comodidad en un banco de madera para apreciar el atardecer, con uno de esos libros que narran las peripecias de la existencia. Suspendes a ratos la lectura para escuchar el zumbido distante de la ciudad y distinguir el canto de los pájaros en los árboles, el murmullo del agua que mana de las fuentes. Fértil espacio donde todo es motivo de maravilla: cada nube sobre tanto verdor es una pausa del silencio más puro que detiene un instante el ritmo del viento, roto ahora por el repentino golpe seco que suena como una piedra al chocar con el agua en el pozo; o así como ocurre cuando una ardilla cae en el estanque cargado de hojas muertas.
Alguien asoma de una arboleda y sale a toda prisa; pareciera no saber dónde va o quiere ir. Son tantas las gentes que hacen lo mismo: van de un lugar a otro, cada uno con su preocupación o su secreto, en busca de recuerdos, o en huida del peligro. Pasan las parejas cerca del banco de lectura y descanso: conversan de sus caprichos. Un niño llora ante la reprimenda, aquel anciano da de comer a gorriones y palomas. En este follaje de rumores están presentes todos los rostros y gestos humanos: las dudas, los temores, la abnegación; son las mismas expresiones que observas en las figuras del monumento situado dentro de un cercado de alambre: atadas por el cuello en acto de sumisión, las efigies en bronce representan hombres orgullosos que denotan rebeldía y protesta, o miedo. Lees el cartel que identifica la obra:
Y de pronto aparece la mujer ante ti, surgida de un entresueño vegetal, y te observa todavía sorprendido. Sombría, aérea, con un tenso sosiego en el gesto, algo parece esperar. El vestido que trae está maltratado y con manchas de barro, y sin embargo de su imagen irradia algo distinto; parece un duende del bosque de Puck, por su belleza sencilla y descompuesta, como si hiciera una travesura inocente. Tratas de entender la súbita presencia y le hablas con el aire prevenido de un tímido encuentro. Al principio no responde y se encierra en el mutismo, luego dice que había llegado antes para pasear sin ningún propósito. Crees entender en el balbucir de sus palabras que tiene un secreto y no puede confesarlo; y la mujer calla con expresión de dolor y miedo cuando pasa el vigilante del parque y los saluda con una sonrisa. Las manos le tiemblan ahora, se mueven alteradas, como si quisieran expresar algo que ni ella misma comprende y no puede controlar. Manos que ruegan y manos que lloran con resignación, o renuncian o blasfeman crispadas. No pueden mentir sus manos. Aprieta con ansiedad un bolso de tela, deslucido y basto, lo palpa una y otra vez y el saco se expande y se estrecha, parece hacer las muecas de una máscara de tragedia. El bolso con vida propia la obliga a que lo abra. Finalmente lo hace: descorre el cierre y saca confites y lazos y estuches de pintura y pañuelos rojos como la sangre, blancos como mortajas silenciosas. Te dice que no puedes ni debes decir y te habla sin poder hablarte; pero su voz son estos pañuelos blancos y estos pañuelos rojos de sangre y mortaja. Saca del bolso y echa al suelo con repulsión un abrecartas rojo también, con mango de hueso o de restos de hueso, colorido de sucia herrumbre. Lo dice entonces, en una simple palabra incomprensible y sin respuesta. Ante tu mudez esa palabra crece en todo el bosque, hasta hacerse insoportable. La ves orillada al despeño; basta mostrar el visaje de la angustia para hacerte comprender todo al instante, como si te alumbrara el destello del sol menguante. Lo percibes en sus ojos de asombro y desasosiego que se reflejan en el estanque donde antes había caído la piedra o la ardilla con un seco golpe sobre el agua.
Reverdece aún más la floresta cuando ella debe volver a la explicación confusa para que entiendas que trata de purgar la culpa o dar una justificación. El guardián ha regresado en su paseo y está ahora inquieto y más atento de lo que haces y de los gestos de la mujer que hablan con elocuencia. Puede ser que él también entienda la silenciosa confesión; y lo sabes entonces, lo comprendes con la razón sin acatarlo, reconoces el golpe en el agua. Poco después, el guarda nota algo que lo mueve a sospecha y se pierde por un rato, para venir luego en compañía de un hombre de uniforme y tocado con una gorra militar. Vienen hacia acá y explican que en el aljibe buscarían y lo hallarían; hablan de una vaga denuncia sin aclarar su procedencia, y dicen que se había oído el golpe como el peso de una piedra al caer en un estanque. Todo lo que quieren explicar carece de claridad y sentido, pero no para ti. Les dices que has estado con ella todo el tiempo, desde la mañana a primera hora cuando abrió el jardín sus puertas al público, hasta el crepúsculo cercano, no se ha alejado ni un momento de tu compañía. Decirlo con el confuso deseo de ocultar el acto desesperado, convencerlos de que no ha cometido delito. Noble como los duendes de Puck, nunca ha podido hacer daño. Por qué la has protegido con fútiles argumentos: No lo sé; apenas te he visto y no te conozco: amor o compasión pueden ser la misma cosa en un momento, pero piensas en el llamado de auxilio, más fuerte que el graznido negro de los grajos que vuelan a ras de tierra y luego saltan sobre la grama y picotean sin cesar. Observan los hombres el vestido embarrado y examinan el bolso y sacan los pañuelos blancos y rojos de sangre y mortaja. Dicen que allí está la prueba del crimen y presencian el rubor de la mujer cuando extienden una acusación sin fundamento ni probabilidad.
Se propaga la amenaza por el amplio verdinegro de la vegetación, enigmático y silencioso en la pausa final de la luz ante la penumbra. Se acercan curiosos los escasos paseantes y comentan en voz baja el suceso: la culpa, el castigo. Pero sabes bien, y lo encubres como tu único secreto, que ella ha expiado el delito sin explicación de que se le acusa; que el crimen ha sido abolido por el dolor, y su miedo por la violencia descargada para limpiar la humillación.
La gente reunida en la escena proyecta su sombra en la vereda; se asemejan a los burgueses de Calais en bronce fundido, resignados ante la fuerza. Las siluetas delineadas en escorzo se borran lentamente hasta desaparecer con la caída de la tarde. ■
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