La Iglesia…. y su futuro? (Gonzalo Hernandez Terife)

La Iglesia…. y su futuro? Gonzalo Hernandez Terife
 Caracas, 22 noviembre 2018



 Desde la época de la revolución francesa, con el llamado modernismo, luego con la propagación del comunismo y su ideología, y por último con la instauración del relativismo, en los medios de comunicación mundial, y más recientemente a través de las redes sociales, se observa que vivimos en una convulsionada sociedad. De la cual no se escapa casi nadie; todos salimos afectados de una u otra manera. Los valores morales, los principios de la ética y muchos de los cimientos de respeto y orden establecidos en las leyes y culturas de los países, se han visto seriamente vulnerados, derrumbados, por decir lo menos.


 Con ello la cultura religiosa y sus principios se han visto amenazados y fuertemente perseguidos o combatidos. Mucho de lo que fue la raíz, constituyó el sustento y creación de la sociedad occidental es atacado, negado o es despreciado. En concreto, sólo basta con revisar el número de los muertos de la guerra civil española, de la revolución mexicana y del comunismo soviético, para entender que la Iglesia Católica y su doctrina es perseguida ferozmente. 

 Pero lo que en principio fue un ataque desde el exterior, ya se ha evolucionado para realizarse desde su interior. Con cuestionamientos a las enseñanzas de Jesucristo, con resultados aparentemente exitosos, como para provocar una crisis dentro de la Iglesia Católica, atacando algunos de sus principios doctrinales. 


Como ejemplo, en los temas de: la crisis en la familia; el resquebrajamiento del matrimonio; la aceptación de la cultura de la muerte; de la ideología de género; la práctica de la pederastia, las controversias entre obispos y el Papa; la desobediencia de muchos obispos; las acusaciones contra el Papa por parte de algunos Cardenales; el abandono creciente de los cristianos a los sacramentos; el decrecimiento significativo de las vocaciones sacerdotales y religiosas; etc., etc. En fin, son muchos los problemas que enfrenta, y ante la notoria división que se ha creado en ella, ya muchos católicos se preguntan qué va a pasar con la Iglesia y que puede hacerse para superar tantos y tan graves problemas.


 Por lo pronto podemos identificar en la historia de nuestra Iglesia, que ha estado siempre plagada de crisis. Sus mismos inicios estuvieron manchados con la traición de Judas, la negación de Pedro y tantos otros pecados. En los Hechos de los apóstoles podemos constatar cómo no faltaron problemas y controversias, ni siquiera después del primer Pentecostés. En el siglo X se vivió el así llamado "Siglo oscuro", en el que la jerarquía eclesial estaba al servicio de las familias romanas, que los usaban a su antojo para sus intereses políticos y familiares. El Cisma de Occidente vio a tres papas luchando entre sí por ser el legítimo Vicario de Cristo. En el Renacimiento el comportamiento de los que dirigían la Iglesia, dejaron mucho que desear de su misión como Sucesores de Pedro. En el siglo XVIII, la Iglesia cayó en los juegos políticos de reyes masones y suprimió la Compañía de Jesús. Etc., etc. 


Y, para más agregar, en todos estos períodos han existido Cardenales, Obispos, sacerdotes y laicos que de católicos tuvieron poco, por lo contrario, mancharon la Iglesia de Cristo y ofendieron terriblemente a Dios con sus tremendos pecados. Así pues, nuestra época no es ajena o especial. Toda la historia de la Iglesia ha estado manchada por el mal y la miseria de muchos de sus miembros. 

 No es de extrañar que, en 1972, pocos años después de finalizado el Concilio Vaticano II, Pablo VI dijo una enigmática frase: “…Diríamos que, por alguna rendija misteriosa – no, no es misteriosa; por alguna rendija, el humo de Satanás entró en el templo de Dios. Hay duda, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación”. “Ya no se confía en la Iglesia. Se confía en el primer profeta pagano que vemos que nos habla en algún periódico, para correr detrás de él y preguntarle si tiene la fórmula para la vida verdadera. Entró, repito, la duda en nuestra conciencia. Y entró por las ventanas que debían estar abiertas a la luz: la ciencia”. Según la interpretación de algunos versados, el Papa se refería a la infiltración de la moderna psicología, la sociología y el cientificismo en las filas de su clero y de la jerarquía que servía como pastores. De hecho, el Papa, en la audiencia general del 15 de noviembre del mismo año, advierte que una mentalidad científica impregna el catolicismo, que la Iglesia estaba sucumbiendo a las nociones modernas de la “investigación” y la “objetividad” en vez de acentuar el genio de Dios y que trataba de poner la duda en todo momento y negar las raíces mismas del cristianismo: misticismo y sobrenaturalidad. 

 Más de cuatro décadas después la Iglesia ha perdido predicamento en occidente. Y las fuerzas modernistas están más activas que nunca, haciendo lobby para cambiar aspectos doctrinales del catolicismo por la fuerza de los hechos. Y si todo ha venido ocurriendo así, con todo este recuento, ¿Cómo es que ha seguido? ¿Qué es lo que la ha sostenido en estos dos milenios de historia? Antes de cualquier explicación, que a continuación pudiéramos dar, debemos tener muy claro que el corazón de nuestra fe es que Jesucristo es Dios y hombre verdadero y sus enseñanzas son divinas. Luego, tener muy presente que la Iglesia es Santa, su cabeza y fundador es Cristo, pero la conformamos seres humanos pecadores, recordando que el Espíritu Santo es quien la guía. Si no fuera así y dependiera exclusivamente de los hombres, con seguridad no hubiese llegado a sobrevivir los siglos y situarse, a pesar de todos sus defectos, a donde se encuentra con sus 1.3 mil millones de fieles. Jesús afirmó: “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”

 Frente a tan importante cuestión parece conveniente intentar un vistazo, dar un repaso, a ¿Qué es la Iglesia? ¿Cómo se conforma? ¿Para qué y por qué Jesús fundó su Iglesia? ¿Cómo visualizan, algunos importantes miembros de la Iglesia, el futuro de esta? 

 Para profundizar en esos temas, exponemos a continuación un texto elaborado de numerosas publicaciones, pasajes y expresiones importantes de la Palabra de Dios, su contenido ha sido recopilado de diferentes autores, escritos, homilías, textos, libros, etc., que nos ayudarán a encontrar algunas respuestas acertadas, o al menos adecuadas, a esas inquietantes preguntas. Eso es lo que deseamos. 


La puerta de la Fe El evangelista Marcos nos narra un pasaje muy conmovedor, en el cual un padre muy desconsolado se dirige a Jesús: ‘si puedes’? …; le pide que sane a su hijo de una situación posesiva que ha sufrido por años. Ante su petición, Jesús le replicó: ¿Qué quiere decir eso de ‘si puedes’? Todo es posible para el que tiene Fe”. Entonces el padre del muchacho exclamó entre lágrimas: “Creo, Señor; pero dame tú la Fe que me falta”. (Mc9, 23-24) El clamor de ese padre desconsolado también lo es hoy de cada creyente, de los cristianos en este nuevo milenio. De allí que no extraña, ni sorprende que mediante la Carta apostólica en forma de Motu proprio titulada Porta Fidei, el Papa Benedicto XVI convocó a toda la Iglesia para celebrar un “Año de la Fe”, y que se iniciara el 11 de octubre de 2012, en el 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962), presidida por el beato Juan XXIII, fecha que coincide también con los veinte años de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992), por el beato Juan Pablo II y concluyera el 24 de noviembre de 2013, en la Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Benedicto XVI ha entendido que el mejor modo para celebrar estos dos importantísimos eventos de la historia reciente de la Iglesia sería atrayendo la atención de la Iglesia sobre el tema de la Fe.
Dicha Carta comienza de esta manera: 


 “1. «La puerta de la Fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.” 


 El Bautismo del Señor Como nos dice el Papa, todo nuestro camino “empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4)”. Según el relato del evangelista Mateo (3,13-17), Jesús fue de Galilea al río Jordán, para hacerse bautizar por Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para escuchar la prédica de este gran profeta, el anuncio de la venida del Reino de Dios, y para recibir el bautismo, es decir para someterse a ese signo de penitencia que llamaba a la conversión del pecado. 

 Por eso, cuando Juan el Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, viene a hacerse bautizar, queda asombrado; reconociendo en él al Mesías, el Santo de Dios, Aquel que está sin pecado, Juan manifiesta su desconcierto; él mismo, el bautista hubiera querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús le exhorta a no oponer resistencia, a aceptar cumplir este acto, para hacer lo que es conveniente y “cumplir toda justicia”. Con esta expresión, Jesús manifiesta haber venido al mundo para hacer la voluntad de Quien lo ha enviado, para cumplir todo lo que el Padre le pide; para obedecer al Padre Él ha aceptado hacerse hombre.


 Manifestación de la Santísima Trinidad 
Este acto de abajamiento, con el que Jesús quiere ajustarse totalmente al designio de amor del Padre y conformarse a nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad y de entendimiento que hay entre las personas de la Santísima Trinidad. Para ese acto de amor, el Espíritu de Dios se manifiesta y viene como una paloma sobre Él, y en ese momento el amor que une a Jesús y al Padre es testimoniado a los que asisten al bautismo por una voz de lo alto que todos oyen. El Padre manifiesta abiertamente a los hombres, a nosotros, la comunión profunda que lo liga al Hijo: “éste es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17). Y esta palabra del Padre alude también, en anticipo, la victoria de la resurrección y nos dice cómo debemos vivir para estar en la complacencia del Padre, comportándonos como Jesús. 


 Con el Bautismo la Iglesia nos acoge en su seno. Hermanos, el Sacramento del Bautismo que en su oportunidad recibimos en la pila bautismal, nos inserta en este intercambio de amor recíproco que hay en Dios entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por este gesto que realiza el sacerdote se derramó en nosotros el amor de Dios, inundándonos de sus dones. A través del lavado del agua, el bautizado se inserta en la vida misma de Jesús, que murió en la cruz para liberarnos del pecado y resucitando venció la muerte. Por eso, inmersos espiritualmente en su muerte y resurrección, somos liberados del pecado original y en el bautizado empieza la vida de la gracia, que es la vida misma de Jesús Resucitado.

 Recibiendo el Bautismo, obtenemos en don un sello espiritual indeleble, el “carácter”, que marca interiormente para siempre su pertenencia al Señor y nos hace miembros vivos de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Al entrar a formar parte del Pueblo de Dios, para los bautizados, empieza un camino que deberá ser un camino de santidad y de conformarse a Jesús, una realidad que está puesta en ellos como la semilla de un árbol espléndido, que se debe hacer crecer. La Fe es el gran don con el que nos da también la vida eterna, la verdadera vida. En el Bautismo, los padres, padrinos y madrinas, piden a la Iglesia que acoja en su seno al niño, y esta petición la hacen en razón del don de la fe que ellos mismos han, a la vez, recibido. Somos Pueblo de Dios y la Iglesia, que acoge al bautizado entre sus hijos, debe hacerse cargo, junto a los padres y a los padrinos, de acompañarlos en este camino de crecimiento, hacia su salvación: Conducirnos a Dios. Cabe entonces una relevante pregunta: 

 ¿Qué es y cómo se formó la Iglesia? 
La palabra "Iglesia" ["ekklèsia", del griego "ek-kalein" - "llamar fuera"] significa "convocación". El Catecismo nos enseña (759) que "El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina" a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: "Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia". Esta "familia de Dios" se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido "prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos" (LG 2).” 

 La Iglesia - instituida por Cristo Jesús (763) 

“Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su "misión" (cf. LG 3; AG 3).” Entonces el misterio de la Iglesia es inseparable del misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno. Cristo no puede concebirse sin la Iglesia; a través de toda su vida, de todos sus actos, Jesús perseguía la gloria de su Padre, pero la Iglesia era la obra maestra por la cual debía procurar sobre todo esa gloria. Cristo vino a la tierra para crear y organizar la Iglesia. Es la obra a la cual se encamina toda su existencia y la que confirma por su Pasión y muerte. El amor hacia su Padre condujo a Cristo hasta el monte Calvario; pero era con el fin de formar allí la Iglesia y hacer de ella, purificándola amorosamente por medio de su sangre divina, una esposa sin mancha ni lunar (Ef 5, 25-26); tales son las palabras de San Pablo. 

 Según Juan (cf.Jn 17, 20), Jesús repitió una súplica cuatro veces en su oración sacerdotal. Pide que todos sean uno "como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. De allí que Benedicto XVI en su 2do libro Jesús de Nazaret (p. 123), refiriéndose a la oración sacerdotal de Jesús escribe: “La Iglesia nace de la oración de Jesús. Pero esta oración no es solamente palabra: es el acto en que El se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo. 

 Pentecostés: nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo En la escena de Cesarea de Filipo (Mt 16,13-19), Jesús une la profesión de Pedro en la divinidad, con la institución de la Iglesia. No se pueden separar: Jesús quiere continuar vivo y operante en su Iglesia, fundada con seres humanos defectibles y pecadores. Si aceptas a Jesús como Salvador, debes asumir también el medio, el sacramento por el que estableció hacerse presente hasta los últimos rincones de la tierra: la Iglesia. 


 Y luego, después de su Resurrección, cuando los discípulos fueron privados de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos. Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos. El día de Pentecostés con la presencia de la Madre de Dios les envió su Espíritu. Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: "Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo" (LG 7). …

..... y ¿cómo se conforma la Iglesia? El Catecismo (771) nos explica que "Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible. La mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la verdad y la gracia". 


 Pero la Iglesia es a la vez visible y espiritual: "Sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo; el grupo visible y la comunidad espiritual; la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo". Estas dimensiones juntas constituyen "una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano" (LG 8): Es propio de la Iglesia "ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos" (SC 2). 


 Misión de la Iglesia: 
conducir a los hombres hacia Dios El Papa Benedicto XVI en su encíclica "Dios es Amor” subraya que el Dios de la fe cristiana no es una realidad inaccesible, el Dios de la Biblia ama al hombre.…. La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los Sacramentos de la Iglesia. Los siete Sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo (1Co 12). La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada "sacramento".

 Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres "de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es "signo e instrumento" de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.


 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo "como instrumento de redención universal" (LG 9), "sacramento universal de salvación" (LG 48), por medio del cual Cristo manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre. Ella es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad, que quiere que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo, conformando así la Familia de Dios.


 Desde Pentecostés el Espíritu Santo guía la Iglesia, la enriquece con sus dones y realiza en ella la santificación a través de los signos sacramentales. No son los hombres y mujeres que constituimos la Iglesia quienes realizamos el don de la gracia que producen los Sacramentos; es el Espíritu Santo que, a través de esos signos sensibles, que ha dejado Cristo a la Iglesia, quien va santificándonos y transformándonos. 


 En su visita a Fátima el mes de mayo 2010, el Santo Padre Benedicto XVI, lo explicaba de la siguiente manera: “El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia: Ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo”. Su misión: conducir a los hombres a la “Jerusalén celestial”. 

 Nadie va a Cristo 
sino por la Iglesia Gritar Dios sí, Iglesia no, es pretender enmendarle a Jesús su proyecto de salvación para la humanidad, que pasa por la Iglesia; es pensar que se equivocó, pues debería haber hecho su Iglesia con ángeles, o continuar físicamente entre nosotros por siempre y en todo lugar. Por eso, en la JMJ Madrid2011, dijo el Papa a los jóvenes: “Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1 Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.” 


Y agregaba en mensaje a los jóvenes: “Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.” 

 Entonces, conscientes que no se va a Cristo sino por la Iglesia, ¿cuál es hoy día su papel en este mundo relativizado? ¿Cuál es su futuro? 

 En el año 1968, y casi una década antes de ser nombrado obispo por su Santidad Pablo VI, el entonces sacerdote y profesor de teología en Tubinga y luego Ratisbona, Dr. Joseph Ratzinger, emitía una serie de charlas en un programa radiofónico de su país. con el título: "¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?", en ella afirmaba:

 “El teólogo no es un adivino. Tampoco es un futurólogo que, a partir de factores calculables del presente, hace cálculos sobre el futuro. Su oficio escapa en gran parte al cálculo; sólo mínimamente podría llegar a ser objeto de la futurología, que no es tampoco un arte adivinatoria, sino que establece lo que es calculable, y tiene que dejar pendiente lo que no es calculable. Dado que la fe y la Iglesia se adentran hasta esa profundidad del ser humano de la que surge siempre lo nuevo creativo, lo inesperado y no planificado, de ello se deduce que su futuro permanece escondido para nosotros, también en la época de la futurología. ¿Quién hubiera podido predecir, al morir Pío XII, el concilio Vaticano II o la evolución posconciliar? ¿O quién se hubiera atrevido a predecir el Vaticano I cuando Pío VI, secuestrado por las tropas de la joven república francesa, murió prisionero en Valence en 1799?” 

 “Seamos, por consiguiente, prudentes con los pronósticos. Aún es válida la palabra de Agustín según la cual el ser humano es un abismo; nadie puede observar de antemano lo que se alza de ese abismo. Y quien cree que la Iglesia no está determinada sólo por ese abismo que es el ser humano, sino que se fundamenta en el abismo mayor e infinito de Dios, tiene motivos más que suficientes para abstenerse de unas predicciones cuya ingenuidad en el querer-tener-respuestas podría revelar sólo ignorancia histórica. Pero entonces ¿tiene algún sentido nuestro tema? Puede tenerlo si uno es consciente de sus límites. Precisamente en tiempos de violentas convulsiones históricas en las que parece desvanecerse lo que ha sucedido hasta ese momento, y abrirse algo que es completamente nuevo, el ser humano necesita reflexionar sobre la historia, que le hace ver en su justa medida el instante irrealmente agrandado, y enmarca de nuevo ese instante en un acontecer que nunca se repite, pero que tampoco pierde nunca su unidad y su contexto.”


 “Nuestra situación eclesial actual es comparable ante todo al período del llamado modernismo, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX y, en segundo lugar, al final del rococó, apertura definitiva de la época moderna con la Ilustración y la revolución francesa. La crisis del modernismo no se realizó por completo, sino que fue interrumpida por las medidas de Pío X y por el cambio de situación espiritual tras la primera guerra mundial; la crisis actual es sólo la reanudación, diferida durante mucho tiempo, de lo que empezó entonces.” 

 “El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la Fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: 
el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben más que las frases que son precisamente modernas.”


 “Por quienes pueden ver más que los otros, porque su vida abarca espacios más amplios. La gratuidad que libera a las personas se alcanza sólo en la paciencia de las pequeñas renuncias cotidianas a uno mismo. En esta pasión cotidiana, la única que permite al ser humano experimentar de cuántas formas diferentes lo ata su propio yo, en esta pasión cotidiana y sólo en ella, se abre el ser humano poco a poco. Él solamente ve en la medida en que ha vivido y sufrido. Si hoy apenas podemos percibir aún a Dios, se debe a que nos resulta muy fácil evitarnos a nosotros mismos y huir de la profundidad de nuestra existencia, anestesiados por cualquier comodidad. Así, lo más profundo en nosotros sigue sin ser explorado. Si es verdad que sólo se ve bien con el corazón, ¡qué ciegos estamos todos!” 


 “¿Qué significa esto para nuestra pregunta? Significa que las grandes palabras de quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin fe son palabras vanas. No necesitamos una Iglesia que celebre el culto de la acción en «oraciones» políticas. Es completamente superflua y por eso desaparecerá por sí misma. Permanecerá la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho ser humano y que nos promete la vida más allá de la muerte. De la misma manera, el sacerdote que sólo sea un funcionario social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y otros especialistas. Pero seguirá siendo aún necesario el sacerdote que no es especialista, que no se queda al margen cuando aconseja en el ejercicio de su ministerio, sino que en nombre de Dios se pone a disposición de los demás y se entrega a ellos en sus tristezas, sus alegrías, su esperanza y su angustia.



 Demos un paso más. También en esta ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión. Como pequeña comunidad, reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros. Ciertamente conocerá también nuevas formas ministeriales y ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su profesión: en muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales homogéneos la pastoral se ejercerá normalmente de este modo. Junto a estas formas seguirá siendo indispensable el sacerdote dedicado por entero al ejercicio del ministerio como hasta ahora. Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un problema de estructura litúrgica.

 Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. Le resultará muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada. Se puede prever que todo esto requerirá tiempo. El proceso será largo y laborioso, al igual que también fue muy largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en vísperas de la revolución francesa –cuando también entre los obispos estaba de moda ridiculizar los dogmas y tal vez incluso dar a entender que ni siquiera la existencia de Dios era en modo alguno segura – hasta la renovación del siglo xix. Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas. A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, que fracasó ya en Gobel, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.”


 Concilio Vaticano II: un nuevo Pentecostés 

El Santo Padre Juan XXIII, en 1962, anunció al mundo un nuevo Concilio, y usó repetidamente la palabra «aggiornamento = actualización». En su discurso de apertura dio una primera explicación de lo que entendía con este término: «El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni deformaciones, [...]. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte siglos.» 

 Es decir, experimentar la “novedad en la continuidad”. Y ¿Qué es lo que permite hablar de novedad en la continuidad, de permanencia en el cambio, si no es precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? 

 El Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. SS Juan Pablo II, en 1981, escribía: «Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan providencialmente --renovación que debe ser al mismo tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia- no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su virtud»

 Y en el discurso de clausura de la primera sesión, Juan XXIII habló del Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá abundantemente a la Iglesia de energías espirituales». 


Las palabras con las que el Santo Padre Juan XXIII describe la conmoción que acompañó «el repentino florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio», tienen todos los signos de una inspiración profética. A 50 años de distancia sólo podemos constatar el pleno cumplimiento por parte de Dios de la promesa hecha a la Iglesia por boca de su humilde servidor, SS Juan XXIII. Si hablar de un nuevo Pentecostés nos parece que es por lo menos exagerado, vistos todos los problemas y las controversias surgidos en la Iglesia después y a causa del Concilio, no debemos hacer otra cosa que ir a releer los Hechos de los apóstoles y constatar cómo no faltaron problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no menos encendidos que los de hoy! 


 …. y lleguemos a Dios. San Pablo, que supo hacer resaltar tanto la unión de Cristo con su Iglesia, no podía menos de decirnos algo sobre la gloria final del Cuerpo místico de Jesús; y nos dice, en efecto (ib. 24-28), «que en el día fijado por los divinos decretos, cuando ese Cuerpo místico haya alcanzado la plenitud y medida de la estatura perfecta de Cristo» (Ef 4,13), entonces surgirá la aurora del triunfo que debe consagrar por siempre jamás la unión de la Iglesia y de su Cabeza. Asociada hasta entonces tan íntimamente a la vida de Jesús, la Iglesia, ya perfecta, va a «compartir su gloria» (2Tm 2,12; Rm 8,17). La resurrección triunfa de la muerte, último enemigo que ha de ser vencido; después, reunidos todos los elegidos con su jefe divino, Cristo (son expresiones de San Pablo) presentará a su Padre, en homenaje, esta sociedad, no ya imperfecta ni militante, rodeada de miserias, de tentaciones, de luchas, de caídas; no ya padeciendo el fuego de la expiación, sino transfigurada para siempre y gloriosa en todos sus miembros. 

Amen.

Comments

  1. Hay temas que no son fáciles de considerar pues, casi sin excepción, originan diatribas que terminan por cortar el dialogo sin nunca llegar a algo concreto. Entre esos están, la religión y la política. Churchill decía que una buena conversación debe agotar el tema y no a los interlocutores.
    En el estudio de las religiones y las ideologías políticas, la palabra clave es tolerancia, y significa respetar a las personas con una visión de la vida distinta a la tuya. Tolerancia no tiene por qué significar que se borren las diferencias y contrastes, que dé igual cual sea tu fe o ideología, o que creas o no en algo. Una postura tolerante puede efectivamente combinarse con una fuerte convicción y un intento de convencer a otros. Pero no es compatible con el ridiculizar las creencias de otros, utilizar la fuerza o las amenazas. A menudo la intolerancia es una consecuencia de que las personas no tengan el suficiente conocimiento de lo que están hablando.
    El que es ajeno a una religión solo ve sus formas de expresión y no lo que significan. El respeto por las opiniones, percepciones y vida religiosa de los demás es una condición necesaria para la convivencia humana. No significa que debamos aceptar todo como igual de verdadero, sino que todos tienen derecho a ser respetados por sus opiniones, si estas no van en contra de los derechos humanos básicos.
    Vale la aclaratoria anterior por que en ocasiones previas en que se han considerados aspectos religiosos como pregunta o duda, por ejemplo, ¿Existe el Diablo?, o se han emitido opiniones contra la posición de la iglesia ante los recurrentes escándalos en el Vaticano y, últimamente, sobre la actuación de dos jesuita, el Papa Francisco I y Arturo Sosa (Papa Negro) se ha caído en la intolerancia de no respetar la diferencia de opinión.
    Comparto totalmente la duda del amigo Gonzalo sobre el futuro de la iglesia a conciencia de que, como él muy bien señala, “su historia está plagada de crisis”.
    En la oportunidad del nombramiento del Cardenal Jorge Mario Bergoglio como Papa Francisco I, fuimos muchos los que pensamos, y algunos los escribieron, que “La casa necesita una limpieza de primer orden y Francisco podría ser el hombre indicado para llevarla a cabo. Lo que está en juego es la credibilidad y la influencia de la Iglesia que representa a Cristo en la Tierra".
    Lamentablemente, comparto lo dicho por Alfredo Cepero en su artículo “El Vaticano tiene que drenar su pantano” pues Francisco I ha resultado ser una sorpresa para los católicos que deseamos una Iglesia por encima de los debates mundanos y de las ideologías políticas. La conducta de Francisco demuestra que, a pesar de su amplia formación religiosa, sus prejuicios contra el capitalismo y su predilección por la izquierda le han impedido entender el mensaje ecuménico del Hijo de Dios.
    El producto ha sido, como muy bien lo expuso Cepero, “un Francisco que, más que un ‘papa político’, es un político que está utilizando el papado para promover su agenda ideológica. Algo que pone en peligro la unidad de la Iglesia y que ha exacerbado y puesto en primer plano la hasta ahora silenciosa guerra civil en la curia vaticana”.
    En concordancia con la política vaticana de lavar los trapos sucios en casa, muy pocos prelados se habían atrevido hasta ahora a expresar su molestia con el izquierdismo militante de Francisco. La bomba explotó en un asunto ajeno a la ideología política, pero de mayor vulnerabilidad para la Iglesia: el abuso, la sodomía y la pedofilia de sacerdotes contra los más vulnerables de la grey católica. Una abominable aberración escondida por la Iglesia durante decenas de años que ha hecho crisis bajo Francisco.
    Como sugiere el Arzobispo Carlo Maria Vigano llegó la hora de drenar el pantano, empezando con un Papa que no tenga otro jefe que Cristo, otra meta que la mayor gloria de Dios, ni otra ideología que la misma Biblia. A partir de alli podremos tener, como desea Gonzalo, una iglesia “transfigurada para siempre y gloriosa en todos sus miembros”.

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