El Camoruco Llanero. (Autor: CARLOS CARVALLO)

                                          El Camoruco Llanero.

 
Hace ya veinte años fundé el Hato Barrancas, en los llanos bajos de la gran cuenca del Rio Apure y del Orinoco.
Era una enorme extensión de tierras, todo lo que podía verse de un horizonte al otro. Una región muy grande donde las sabanas de pasto naturales y las selvas de galería se intercalan en mosaicos de verde claro y oscuro, de selvas , sabanas, lagunas, ríos y caños por doquier. 

Las tierras bajas del hato son sabanas de pastos naturales con lagunas y cañadas. Había venados, báquiros, chigüiros, dantas, pumas, tigres, armadillos, osos hormigueros, nutrias, anacondas, culebras, babas y caimanes, pirañas, hasta toninas y manatíes en el caño grande.Las tierras altas eran selvas de galería con grandes árboles de las más variadas especies como samanes, caracaros, mijaos, castaños, cedros, caobas, ceibas, apamates, cañafístolos, dividivis, carabalís, ficus y matapalos, palmeras, moriches, y muchas especies más.

A la entrada del invierno, con las lluvias en los Andes, los ríos se desbordan y corren por las sabanas hacia el Apure y el Orinoco, los grandes ríos al sur este. En esa época de seis meses los hatos quedan bajo el agua, es un tremedal infinito solo accesible en canoas a palanca por el pastizal. Olor a barro, humedad y pudrición.  Época de aguas, barro y zancudos. En verano las sabanas se secan y el pajonal es devorado por la candela que viene de lejos con el viento, incendios, excitados por los ventarrones que ellos mismos generan forman torbellinos de llamas y cenizas, y atraviesan de sabanas a bosques y a otras sabanas, saltando en brazas sobre las lagunas y ríos a secos pastizales. En verano es la época del polvo y el humo, olores a humo, polvo, mastranto y pasto quemado….

El llano es inclemente, ancho y ajeno, allí se siente la soledad en la inmensidad de la sabana.

Me tomó meses demarcar y conocer el hato, sus sabanas y selvas, su flora y su fauna.  Cada sabana, cada banco de selva es distinto y peligroso. No había ningún otro hato en esa inmensa región, tampoco alguna quesera o actividad humana que me sirviera de referencia. Mis tierras fueron las primeras en ser fundadas. Con la ayuda de un GPS y un antiguo plano fui localizando los linderos del hato y colocando botalones para luego poner las cercas de alambre de púas.

En uno de mis recorridos conociendo las selvas del hato, caminando desorientado en medio de la selva agreste de pronto encontré un gran claro despejado, y en el centro un árbol enorme que sometía con su sombra a todos los demás. Quedé impresionado con la majestuosidad de aquel árbol, su porte y superioridad. Era el señor de aquella selva, mucho mayor a todos los demás. El más grande que había visto en mi vida. Era un enorme Camoruco Llanero de unos doscientos años de edad, de tallo recto y cilíndrico que se alzaba en unos cuarenta metros de altura, y sus raíces formaban contrafuertes como paredes de varios metros de ancho.   
                   Su copa redonda rebasaba muy por encima del resto de la selva, arropando todo su entorno, cubriendo un área de unos seiscientos metros. El follaje de grandes hojas oscuras y palmeadas daba una sombra fría y oscura sobre el claro de la sabana y la selva circundante parecía girar alrededor de aquel gigante majestuoso. Como árbol deciduo que era, botaba sus hojas con los vendavales del verano quedando desnudo, y reverdecía con las tormentas del invierno, y así con el pasar de las estaciones. Sus colores cambiaban durante el invierno de verde claro a oscuro, y en verano quedaba desnudo el ramaje, para dar paso a las flores y frutos. La copa y el ramaje eran un universo de vida animal y vegetal, de una actividad y algarabía impresionante de gritos y peleas territoriales de sus habitantes, que también iban cambiando con las estaciones.

El Camoruco Llanero albergaba una gran población de plantas en simbiosis y parásitas como helechos, musgos, líquenes, bromelias, orquídeas, cactus en cascadas, lianas, que entrelazadas unas con otras formaban marañas entre las ramas. Tenía una fauna habitante muy activa de mamíferos, aves, reptiles e insectos que era impresionante. Pude ver un tigrillo asechando a unas ardillas, un pájaro carpintero picoteando a un lagarto que quería comer sus huevos, una culebra ahogando a un ratón, una araña devorando a una mariposa.  Pájaros de todos tipos, pericos, loros y guacamayas, tucanes, carpinteros, rapaces como águilas, halcones y gavilanes, garzas, colibríes haciendo nidos y defendiendo sus territorios con gritos estridentes. Mamíferos como monos araguatos, capuchinos, titis, topos y musarañas, hormigueros, perezosos, ratones, murciélagos y vampiros, pequeños felinos subían por las ramas buscando refugio. Reptiles, lagartos, iguanas, lagartijas, culebras, camaleones, reptando por las ramas. Millones de insectos como avispas y abejas, hormigas, bachacos, ciempiés, escorpiones, cocos y cucarachas, y grandes nidos de arañas con muchos insectos pegados en la tela. 
Al pie del árbol los intensos olores a flores, frutas y desechos, también cambiaban con las estaciones,

Tomé la costumbre de ir a visitar mi Camoruco Llanero cada vez que iba al hato, y pasar largos ratos observando el tallo, el ramaje, el follaje y las especies vivientes en el árbol. Me acostaba en el suelo a observar en vertical, con binoculares, lo que pasaba en el árbol, y varias veces me quedé dormido extasiado con aquella belleza de amoríos, peleas, vida o  muerte de plantas y animales. Hice una buena amistad con el árbol y sus habitantes, que ya ni se daban cuenta de mi presencia y seguían con su vida azarosa.  Cada especie animal y vegetal tenía su territorio y una actividad constante. Entraban y salían de sus nidos, crecían y se iban a otros nidos, a otras ramas, a otros árboles. Nacían, crecían y morían. Fui conociendo cada rama y cada especie, fui viendo los cambios que ocurrían con las estaciones. Las madres apareándose, preparando sus nidos, los huevos y los pichones creciendo y cuando  aprendían a volar abandonando el sitio,  que quedaba vacío, empezando un nuevo ciclo de vida.

Llamó mi atención un gran nido sobre horquetas, como un gran colchón de plumas, ramas y hojas secas, que había sido utilizado por muchos años. Era un gran nido de cigüeñas llamadas Gabán Pionío por sus ojos de un rojo intenso, aves migratorias de gran tamaño y fuerza que vuelan a gran altura de Norte a Sur América. Son familia del Garzón Soldado y del Gabán Común. Se remontan a grandes alturas, utilizando las corrientes ascendentes de aire caliente, de forma de no gastar energía dejándose llevar sobre las corrientes termales. Lo observé durante varios veranos, y vi como la misma cigüeña regresaba a poner sus huevos año tras año, reconstruyendo el nido y haciéndolo cada vez más grande, compartiéndolo con sus hijas, cuidando los huevos de unas y otras sin distinción.  A principios del invierno, la cigüeña ponía dos o tres grandes huevos que cuidaba con esmero, acostándose sobre ellos con mucho cuidado, salía presurosa a buscar comida ,regresaba a echarse y calentarlos. Al nacer los polluelos eran una gran bola blanca de un plumón vaporoso, de gran tamaño, parecidos a unos gansos blancos. Al año siguiente pude ver como las hijas regresaban, y usaban el mismo nido donde habían nacido, observé que esto se sucedía generación tras generación, en el mismo nido. Los habitantes del camoruco se acostumbraron a mis visitas, y creo que hasta extrañaban mis ausencias. 

Una tarde de verano, al acercarme a mi árbol, desde lejos noté que faltaba algo, que la selva no estaba igual, noté un gran vacío, un silencio extraño, una claridad inusual me encandiló. 
Me sentí desorientado, pensé que me había perdido en el camino y busqué árboles de referencia, regresé sobre mis pasos para orientarme, todo en la selva había cambiado. Me acerqué con cuidado, en círculos, con temor y miedo, la selva estaba silente, no había cantos de pájaros, ni el bullicio en las ramas.  De pronto vi a mi Camoruco Llanero en el suelo, acostado, yacía inerme, estático, cuan largo era, horizontal… lo recorrí con la vista hasta la copa y pude ver las ramas quebradas unas sobre las otras, las hojas grandes marchitas, los nidos rotos, los polluelos muertos y un penetrante olor a descomposición y muerte. No podía dar crédito a mis ojos, ¿una tormenta lo había derribado…  sus raíces y contrafuertes no habían soportado la fuerza del viento, del agua, del huracán… un incendio sabanero había alcanzado sus raíces y lo había derribado…? Me acerqué más, a la base, para ver las raíces desenterradas…. ¡Oh sorpresa! Las raíces y contrafuertes estaban en su lugar. Observé con mayor cuidado y entré en un gran dolor al ver que aquel gigante no había sido derribado por la tormenta o por la degradación natural de los años; había sido derribado con una motosierra, por la mano del hombre y la tecnología, por la fuerza bruta que no respeta la grandeza de la naturaleza. Quedé aturdido un rato, lágrimas saltaron de mis ojos, me dolió el pecho, subí al tallo caído y caminé sobre él hasta la copa para buscar a mis amigos los pájaros, los helechos, las iguanas…y busqué aquel nido de cigüeñas cuyas nietas, madres y abuelas había conocido. Lo encontré destrozado, humeante, con la madre muerta. Metí mis manos en la cama de plumas y sentí el calor de la descomposición orgánica y de la muerte. Quedé abrumado , sin saber qué hacer, confundido, inútil, caminando a lo largo del tallo, viendo aquel desastre, aquella desolación, aquella selva vacía sin poder comprender. Cuando entendí que un hombre desalmado había cortado aquel árbol majestuoso entré en cólera, fui a la casa a buscar al responsable. El hombre escapó al saber de mi enojo… los otros llaneros no entendiendo mi actitud me explicaron que aquel semi-hombre había tumbado el árbol para poder comerse un pichón de gabán. Me explicaron, excusándolo, que no fue por hambre, pues había suficiente comida en el hato, sino por unas ganas, un antojo, que no pudo reprimir...dijeron.

El hombre primitivo de nuestras tierras no tiene idea, ni admiración, ni respeto por su entorno.Es destructor y depredador por naturaleza, por crianza.

Cuando regresé a casa, le conté a mi amigo Nacho lo que había pasado con mi árbol llanero. Él pensó que yo exageraba dolido por mi pérdida y mi frustración con esa gente y su forma de pensar.

Unas semanas después, Nacho me acompañó al hato y fuimos al sitio donde había estado mi camoruco. Caminamos por la selva y al llegar al árbol muerto se sorprendió del tamaño de los restos, del gran tronco horizontal y los contrafuertes. Subió al tronco y caminó su longitud, yo me distraje revisando el entorno. De pronto escuché sus gritos, “Carlos aquí está…era verdad…” Fui donde se encontraba y lo vi metido hasta las rodillas en la cama de plumones, huevos rotos y ramas secas, “todavía está caliente…y sigue humeando…”, me dijo, y se llevó unas viejas conchas de huevo.


Autor: CARLOS CARVALLO
Cortesía de ALVARO ROTONDARO GÓMEZ

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