La Santa Madre Iglesia: El Reino de Dios en la tierra (GONZALO HERNÁNDEZ TERIFE)

 

La Santa Madre Iglesia:

El Reino de Dios en la tierra

 

Introducción (ver nota)*

Lumen Gentium” y Porta Fidei”

La Iglesia, es prefigurada desde el origen del mundo. Así lo leemos bien explicado en el Catecismo 760 

·       "El mundo fue creado en orden a la Iglesia" decían los cristianos de los primeros tiempos (Hermas, Pastor 8, 1 [Visio 2, 4,I); cf. Arístides, Apología 16, 6; San Justino, Apología 2, 7). Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, comunión que se realiza mediante la "convocación" de los hombres en Cristo, y esta "convocación" es la Iglesia.

·       La Iglesia es la finalidad de todas las cosas (cf. San Epifanio, Panarion, 1, 1, 5, Haereses 2, 4), e incluso las vicisitudes dolorosas como la caída de los ángeles y el pecado del hombre, no fueron permitidas por Dios más que como ocasión y medio de desplegar toda la fuerza de su brazo, toda la medida del amor que quería dar al mundo:

«Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo,

así su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia»

(Clemente Alejandrino, Paedagogus 1, 6).

También leemos en el Catecismo 551 como Jesús emprende, desde muy temprano, trabajar en su misión eclesial:

·       Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión (cf. Mc 3, 13-19); les hizo partícipes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9, 2).

·       Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia

Más adelante nos encontramos en el Evangelio de Mateo (16.15-18) que se narra un pasaje ocurrido en Cesarea de Filipo y, observamos, como Cristo tiene un plan ya preconcebido sobre lo que al final será su Iglesia:

o   “Jesús les preguntó: 'Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?' Pedro contestó: 'Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo. Jesús le replicó: 'Feliz eres, Simón, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y ahora yo te digo: Tú eres Pedro (o sea Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer.”

 

Muere y resucita Jesús y, muchos siglos después, en reunión del conclave cardenalicio, es nombrado como sucesor de Pedro, al frente de la Iglesia ya construida por Cristo, a SS Juan XXIII, Quien inspirado por el Espíritu Santo y con la autoridad conferida, convoca a celebrar El Concilio Vaticano II, anunciándolo el 25 de enero de 1959.

Sin duda fue uno de los acontecimientos históricos que marcaron el siglo xx, en especial en la Iglesia católica. Contó con la asistencia de unos dos mil padres conciliares procedentes de todas las partes del mundo. Asistieron, además, miembros de otras confesiones religiosas cristianas.

Fue el 21avo concilio ecuménico de la Iglesia católica, que tenía por objeto principal la relación entre la Iglesia y el mundo moderno. Se pretendió que fuera una puesta al día o "actualización" (aggiornamento) de la Iglesia.

Su primera sesión  tuvo lugar el mes de octubre de 1962, sin embargo,  SS Juan XVIII fallece el 3 de junio de 1963, por tanto no pudo concluirlo.

A su fallecimiento fue electo SS Pablo VI como el sucesor papal. No tardó mucho tiempo y decidió convocar a la continuación del Concilio, con la realización en otras tres sesiones, hasta su clausura el 8 de diciembre de 1965.

Al término del cual es publicado un importante y muy ilustrativo documento: la CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA del Concilio Vaticano II, denominada con el título “Lumen Gentium”,  en la cual leemos:

·       "Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos" (LG 3).

·       Pues bien, la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la participación de la vida divina" (LG 2).

·       Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este Reino" (LG 5).

 

Ahora bien, habían pasado unos 50 años, después del Concilio Vaticano II, y el conclave cardenalicio nombra a SS Benedicto XVI como el nuevo sucesor de Pedro. Su atención a cargo de la Iglesia se hace sentir intensa y notoriamente.

 

Para el 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962), fecha que coincide también con los 20 años de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992), SS Benedicto XVI decreta celebrar en la Iglesia el Año de la Fe, con motivo de lo cual redactó la Carta apostólica

“La Puerta de la Fe”: Introducción a la Iglesia.

 

El evangelista Marcos nos narra un pasaje muy conmovedor, en el cual un padre muy desconsolado se dirige a Jesús: ‘si puedes’? …; le pide que sane a su hijo de una situación posesiva que ha sufrido por años. Ante su petición,

o   “Jesús le replicó: “¿Que quiere decir eso de ‘si puedes’? Todo es posible para el que tiene fe”. Entonces el padre del muchacho exclamó entre lágrimas: “Creo, Señor; pero dame tú la fe que me falta”. (Mc9, 23-24).

El clamor de ese padre desconsolado también lo es hoy de cada creyente, de los cristianos en este nuevo milenio. De allí que no extraña, ni sorprende que mediante la Carta apostólica en forma de Motu proprio titulada “Porta Fidei”, el Papa Benedicto XVI convocó a toda la Iglesia para celebrar un “Año de la Fe”, y se inició el 11 de octubre de 2012, y concluyó el 24 de noviembre de 2013, en la Solemnidad de Cristo Rey del Universo.

SS Benedicto XVI entendió que el mejor modo para celebrar estos dos importantísimos eventos de la historia reciente de la Iglesia, fuera atrayendo la atención de la Iglesia sobre el tema de la fe.

Dicha Carta comienza de esta manera:

“ «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22).

Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.”

Vemos pues como los dos importantes documentos, dos Cartas,

Lumen Gentium” y Porta Fidei”,

nos invitan y ofrecen la posibilidad de entrar a leer lo relativo al misterio que representa la Santa Madre Iglesia, que por designios de Nuestro Señor, es constituida como mediadora e instrumento de nuestra salvación, y me han impulsado y animado a presentar este ensayo.

 

*Nota. Todo lo que aquí se escribe es el resultado de recoger numerosas publicaciones, pasajes y expresiones importantes de la Palabra de Dios; han sido recopilados de diferentes autores, escritos, homilías, textos, libros, encíclicas, etc.; y lo he organizado y lo publico.

Gonzalo Hernández Terife

24 de Junio 2024

Día de la Fiesta del nacimiento del Precursor, San Juan Bautista

‘Es necesario que él crezca, y que yo disminuya.’ Juan (3.30)

 

Capítulo 1

Jesús nos trazó el camino

 

1 a) El Bautismo del Señor.

Como nos dice el Papa, todo nuestro camino “empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4)” Según el relato del evangelista Mateo (3,13-17), Jesús fue de Galilea al río Jordán, para hacerse bautizar por Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para escuchar la prédica de este gran profeta, el anuncio de la venida del Reino de Dios, y para recibir el bautismo, es decir para someterse a ese signo de penitencia que llamaba a la conversión del pecado.

Por eso, cuando Juan el Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, viene a hacerse bautizar, queda asombrado; reconociendo en él al Mesías, el Santo de Dios, Aquel que está sin pecado, Juan manifiesta su desconcierto; él mismo, el bautista hubiera querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús le exhorta a no oponer resistencia, a aceptar cumplir este acto, para hacer lo que es conveniente y “cumplir toda justicia”. Con esta expresión, Jesús manifiesta haber venido al mundo para hacer la voluntad de Quien lo ha enviado, para cumplir todo lo que el Padre le pide; para obedecer al Padre Él ha aceptado hacerse hombre.

1 b) Manifestación de la Santísima Trinidad.

Este acto de abajamiento, con el que Jesús quiere ajustarse totalmente al designio de amor del Padre y conformarse a nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad y de entendimiento que hay entre las personas de la Santísima Trinidad. Para ese acto de amor, el Espíritu de Dios se manifiesta y viene como una paloma sobre Él, y en ese momento el amor que une a Jesús y al Padre es testimoniado a los que asisten al bautismo por una voz de lo alto que todos oyen. El Padre manifiesta abiertamente a los hombres, a nosotros, la comunión profunda que lo liga al Hijo: “éste es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17). Y esta palabra del Padre alude también, en anticipo, la victoria de la resurrección y nos dice cómo debemos vivir para estar en la complacencia del Padre, comportándonos como Jesús.

1 c) Con el Bautismo la Iglesia nos acoge en su seno.

Hermanos, el Sacramento del Bautismo que en su oportunidad recibimos en la pila bautismal, nos inserta en este intercambio de amor recíproco que hay en Dios entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por este gesto que realiza el sacerdote se derramó en nosotros el amor de Dios, inundándonos de sus dones. A través del lavado del agua, el bautizado se inserta en la vida misma de Jesús, que murió en la cruz para liberarnos del pecado y resucitando venció la muerte. Por eso, inmersos espiritualmente en su muerte y resurrección, somos liberados del pecado original y en el bautizado empieza la vida de la gracia, que es la vida misma de Jesús Resucitado.

Recibiendo el Bautismo, obtenemos en don un sello espiritual indeleble, el “carácter”, que marca interiormente para siempre su pertenencia al Señor y nos hace miembros vivos de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Al entrar a formar parte del Pueblo de Dios, para los bautizados, empieza un camino que deberá ser un camino de santidad y de conformarse a Jesús, una realidad que está puesta en ellos como la semilla de un árbol espléndido, que se debe hacer crecer.

La fe es el gran don con el que nos da también la vida eterna, la verdadera vida. En el Bautismo, los padres, padrinos y madrinas, piden a la Iglesia que acoja en su seno al niño, y esta petición la hacen en razón del don de la fe que ellos mismos han, a la vez, recibido. Somos Pueblo de Dios y la Iglesia, que acoge al bautizado entre sus hijos, debe hacerse cargo, junto a los padres y a los padrinos, de acompañarlos en este camino de crecimiento, hacia su salvación: Conducirnos a Dios.

Cabe entonces hacernos una relevante pregunta:

 

Capítulo 2 

¿Qué es y cómo se formó la Iglesia?

 

La palabra “Iglesia” [“ekklèsia”, del griego “ek-kalein” - “llamar fuera”] significa “convocación”. El Catecismo nos enseña (759) que “El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina” a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: “Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia”.

Esta “familia de Dios” se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido “prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos” (LG 2).”

2 a) La Iglesia - instituida por Cristo Jesús

o   “Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (Jn 19,30).

Con esta palabra profunda en significado, en fidelidad a Dios, Jesús clavado en la cruz, afirma que ha realizado en plenitud la obra y la misión que el Padre le encargó. Sólo faltaba morir y luego, pocas horas después, ocurriría algo por demás trascendente: su gloriosa resurrección.

Entre las cosas que Cristo había cumplido estaba la Redención, la salvación eterna para todos nosotros; también cumplía con su misión predicar la Revelación de los misterios de Dios al pueblo. Pero también había concretado los pasos fundamentales para establecer su Iglesia: la preparación y escogencia de sus discípulos, la elección de los Doce Apóstoles, sus amigos íntimos y el nombramiento de Simón Pedro como la “roca” sobre la cual edificaría su Iglesia. Todo esto también se había cumplido.

(763) “Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su “misión” (cf. LG 3; AG 3).” Entonces el misterio de la Iglesia es inseparable del misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno. Cristo no puede concebirse sin la Iglesia; a través de toda su vida, de todos sus actos, Jesús perseguía la gloria de su Padre, pero la Iglesia era la obra maestra por la cual debía procurar sobre todo esa gloria.

Cristo vino a la tierra para crear y organizar la Iglesia. Es la obra a la cual se encamina toda su existencia y la que confirma por su Pasión y muerte. El amor hacia su Padre condujo a Cristo hasta el monte Calvario; pero era con el fin de formar allí la Iglesia y hacer de ella, purificándola amorosamente por medio de su sangre divina, una esposa sin mancha ni lunar (Ef 5, 25-26); tales son las palabras de San Pablo.

Según Juan (cf.Jn 17, 20), Jesús repitió una súplica cuatro veces en su oración sacerdotal. Pide que todos sean uno “como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea” (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. De allí que Benedicto XVI en su 2do libro Jesús de Nazaret (p. 123), refiriéndose a la oración sacerdotal de Jesús escribe: “La Iglesia nace de la oración de Jesús. Pero esta oración no es solamente palabra: es el acto en que Él se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo.

2 b)  … y ¿cómo se conforma la Iglesia?

El Catecismo (771) nos explica que “Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible. La mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la verdad y la gracia”.

Pero la Iglesia es a la vez visible y espiritual:

– “sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo;

– el grupo visible y la comunidad espiritual

– la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo”.

Estas dimensiones juntas constituyen “una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano” (LG 8): Es propio de la Iglesia “ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2).

2 c) Cristo: Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia.

o   “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

La Iglesia, tal como Jesús la ha querido, es aquella por la que El murió. Con su muerte y resurrección en la Pascua, Jesús terminó la obra que el Padre le encargó en la tierra. Dice el Apóstol Pablo: «Dios colocó todo bajo los pies de Cristo para que, estando más arriba de todo, fuera Cabeza de la Iglesia, la cual es su Cuerpo» (Ef. 1, 22).

Cristo es distinto de la Iglesia, pero Él está unido a ella como a su Cabeza. En efecto, Cristo es la Cabeza y nosotros somos los miembros; el hombre entero es Él y nosotros. Cristo y la Iglesia es todo uno, por tanto, el «Cristo total» es Cristo y la Iglesia. La unidad de Cristo y su Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica para Pablo también una relación muy personal. Cristo ama a la Iglesia y dio su vida por ella. Esta imagen arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo: «Los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, se lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef. 5, 31-32).

2 d) El ministerio petrino de la Iglesia

En la escena de Cesarea de Filipo (Mt 16,13-19), Jesús une la profesión de Pedro en la divinidad, con la institución de la Iglesia. No se pueden separar: Jesús quiere continuar vivo y operante en su Iglesia, fundada con seres humanos defectibles y pecadores. Si aceptas a Jesús como Salvador, debes asumir también el medio, el sacramento por el que estableció hacerse presente hasta los últimos rincones de la tierra: la Iglesia.

o   ”Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. (Mt 16,17-18)

Entre los Doce, Pedro es quien recibió de Jesús la responsabilidad de «confirmar» a sus hermanos en la fe. Además Jesús lo estableció como una roca de unidad: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no podrán nada contra ella” (Mt. 16, 18).

También después de la Resurrección, Jesús confirmó a Pedro en su misión: «¡Apacienta mis corderos! [...] Apacienta mis ovejas!» (Jn 21,15-16). Esa misión ha sido enteramente entregada a través de los siglos al Sumo Pontífice: cuidar del rebaño de Cristo. A Pedro, «la roca» que garantizó la unidad de la Iglesia, Jesús le dio la responsabilidad de mayordomo sobre la Iglesia. Es Pedro el que abre y cierra las puertas de la Ciudad celestial y él tiene también en sus manos los poderes disciplinares y doctrinales: “Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que tú prohíbes aquí en este mundo quedará prohibido también en el cielo, y lo que tú permitas en este mundo quedará permitido en el cielo”.

Hoy en día continúa en pleno vigor, en el Papa, las potestades conferidas a Pedro. Como Obispo de Roma y sucesor de Pedro, se sienta en su cátedra para dar testimonio de Cristo. De este modo, la cátedra es el símbolo de la «potestas docendi», esa potestad de enseñanza que constituye una parte esencial del mandato de atar y desatar conferido por el Señor a Pedro y, después de él, a los Doce.

Y también hoy día, hay una gran riqueza en la vida de la Iglesia, y la observamos en la multiplicidad de las culturas, de los carismas, de los diversos dones que viven en ella, y en esta multiplicidad y gran diversidad vive siempre la misma, única Iglesia. Y el primado petrino tiene esta misión de hacer visible y concreta la unidad, en la multiplicidad histórica, concreta, en la unidad de presente, pasado, futuro y de la eternidad.

2 e) El Espíritu Santo siempre presente en la Iglesia

Ya resucitado, Jesús anuncia a sus discípulos que su misión continuará para proteger su Iglesia, que no los dejará sin atención: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Si el Cuerpo místico es la Iglesia, Él se establece como la Cabeza de ese Cuerpo, cuando les habló así:

 

o   “Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra.” (Mt 28,18).

o   “Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho.” (Jn 14,23-26)

Jesucristo pronuncia esta promesa ante los discípulos, allí congregados al momento de su Ascensión al Cielo. Se va de esta tierra, pero no nos abandona. Nos deja al Espíritu Santo que hará crecer a la Iglesia: “El Paráclito, estará siempre con vosotros” y continuará y cumplirá la misión de Jesús, y al no tener naturaleza humana con un cuerpo corruptible, no morirá, ni se marchará. No será visible, como lo ha sido Jesús, pero inhabitará espiritualmente en los discípulos. Será el Dador de vida, el “Dulce Huésped del alma” estará siempre con nosotros. El Espíritu Santo siempre presente en la Iglesia

El Señor promete a sus discípulos su Espíritu Santo, que será «fuerza» para los discípulos; que será «guía» hacia la Verdad plena. Jesús les dijo todo a sus discípulos, pues él es la Palabra viviente de Dios, y Dios no puede dar algo más que a sí mismo. Pero nuestra capacidad de comprender es limitada; por este motivo la misión del Espíritu consiste en introducir a la Iglesia de manera siempre nueva, de generación en generación, en la grandeza del misterio de Cristo. No nos lleva a otros lugares, alejados de Cristo, sino que nos hace penetrar cada vez más adentro de la luz de Cristo.

El Espíritu Santo es el Espíritu de verdad porque es el mismo Espíritu de Cristo, que es la verdad del Padre revelada a los hombres. Por eso introduce a los creyentes en la comprensión siempre más profunda de Jesucristo. Enseñará tomando de lo que predicó Jesucristo y lo anuncia a los discípulos (Jn16,13-15).

Después de la partida de Jesús y en la espera de su regreso, el Espíritu Santo sustituye a Cristo, enseñándoles el misterio de Jesucristo, les hace testimonios auténticos del Evangelio y de la fe que profesan.

2 f) La Virgen María: Madre de la Iglesia

Jesús preparó a sus apóstoles con mucha dedicación: Los inició en el rito bautismal, en la predicación, en el combate contra el demonio y las enfermedades, les enseñó a preferir el servicio humilde y a no buscar los primeros puestos, a no temer las persecuciones, a reunirse para orar en común, a perdonarse mutuamente. Y también preparó a sus apóstoles para hacer misiones dentro del pueblo de Israel. Después de la Resurrección de Jesús recibieron la orden de enseñar y bautizar a todas las naciones.

Entre la Ascensión del Resucitado y el primer pentecostés cristiano, los apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede llegar a ser testigos. Ella, que ya lo ha recibido por haber generado el Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de cada creyente “sea formado Cristo” (cf. Ga. 4,19).

o   “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.” (He 2,1-4)

Para San Lucas el Espíritu desciende en Pentecostés sobre la naciente Iglesia, comunidad de los discípulos -”asiduos y unánimes en la oración”-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles.

Si no hay Iglesia sin Pentecostés, no hay tampoco Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella ha vivido de una forma única, lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo.

San Juan Pablo II, en 1980, invitó a venerar a María como Madre de la Iglesia; e incluso antes, San Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, al concluir la Tercera Sesión del Concilio Vaticano II, declaró a la Virgen "Madre de la Iglesia". Y no podemos olvidar lo mucho que el título de María, Madre de la Iglesia, está presente en la sensibilidad de San Agustín y San León Magno; de Benedicto XV y León XIII.

2 g) Los bautizados: Discípulos de Cristo

o   “Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»” (Mt 28,18-20)

Jesús llamó y designó a los que Él quiso para que estuvieran con Él y para mandarlos a predicar. Toda vocación tiene dos fases inseparables: “estar con Jesús” para conocerlo, para amarlo, para aprender de Él. Y luego, la segunda fase, obligada: “para enviarlos a predicar”: “Vayan, pues”

Todo llamado es también, por naturaleza, un “enviado”. Y “enviado” es la traducción literal de la palabra griega “apóstol” y del vocablo latino “misionero”. Las tres expresan exactamente la misma realidad con tres nombres distintos. Son la misma cosa. Pero, además, todo cristiano es un “llamado” y un elegido. Dios Padre llamó a Jesús desde la nube y lo proclamó su “Hijo predilecto”, en quien tiene puestas todas sus complacencias al ser bautizado por Juan en el Jordán (Mt 3, 18).

Y del mismo modo, todo cristiano recibe una llamada –en latín se dice “vocación”— en el bautismo: una vocación a la santidad y, en consecuencia, también a la misión.

El apóstol Santiago, en su carta, nos manifestó la necesidad de misionar, de trabajar por el Reino de Dios, con estas palabras: “Porque así como un cuerpo que no respira es un cadáver, así también la fe sin obras está muerta.” (Stgo 2, 26)

“¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?” (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: “La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación. Y todo cristiano, todo bautizado, a su manera es un Discípulo de Cristo, puede y debe ser testigo del Señor resucitado.

Cuando leemos los nombres de los santos, podemos ver cuántas veces ante todo han sido --y siguen siendo-- hombres sencillos, hombres de los que surgía --y surge-- una luz resplandeciente capaz de llevar a Cristo.

 

Capítulo 3

Misión de la Iglesia

 

El Papa Benedicto XVI en su encíclica “Dios es Amor” subraya que el Dios de la fe cristiana no es una realidad inaccesible, el Dios de la Biblia ama al hombre... La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los Sacramentos de la Iglesia. Los siete Sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo (1Co 12). La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada “sacramento”.

Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

3 a) Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo.

Ella es asumida por Cristo “como instrumento de redención universal” (LG 9), “sacramento universal de salvación” (LG 48), por medio del cual Cristo manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre. Ella es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad, que quiere que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo, conformando así la Familia de Dios.

Desde Pentecostés el Espíritu Santo guía la Iglesia, la enriquece con sus dones y realiza en ella la santificación a través de los signos sacramentales. No son los hombres y mujeres que constituimos la Iglesia quienes realizamos el don de la gracia que producen los Sacramentos; es el Espíritu Santo que a través de esos signos sensibles, que ha dejado Cristo a la Iglesia, quien va santificándonos y transformándonos.

En su visita a Fátima el mes de mayo 2010, el Santo Padre Benedicto XVI, lo explicaba de la siguiente manera: “El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia: Ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo”. Su misión: conducir a los hombres a la “Jerusalén celestial”.

3 b) Nadie va a Cristo sino por la Iglesia.

Gritar Dios sí, Iglesia no, es pretender enmendarle a Jesús su proyecto de salvación para la humanidad, que pasa por la Iglesia; es pensar que se equivocó, pues debería haber hecho su Iglesia con ángeles, o continuar físicamente entre nosotros por siempre y en todo lugar. Por eso, en la JMJ Madrid2011, dijo el Papa a los jóvenes: “Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1 Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.”

Y agregaba en mensaje a los jóvenes: “Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.”

3 c) La era de la Iglesia

Todo empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que se referían al Paráclito, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles. Se sintieron pues idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden sacerdotal hacen partícipes de este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los bautizados; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés.

3 d)  Año de la Fe (2012 -2013)

Con la promulgación del Año de la Fe, Benedicto XVI quería poner en el centro de la atención eclesial lo que, desde el inicio de su pontificado, más le interesaba: el encuentro con Jesucristo y la belleza de la fe en Él. De esta manera el Santo Padre deseaba que la Iglesia cumpliera a cabalidad su Misión: Conducirnos a Dios.

 

Capítulo 4

El futuro de la Iglesia.

 

4 a) Por el testimonio de los Apóstoles y los Santos

Entonces, consientes que no se va a Cristo sino por la Iglesia, ¿cuál es hoy día su papel en este mundo relativizado? ¿Cuál es su futuro? En la Iglesia (edificada sobre la roca angular que es Cristo) Pedro, los apóstoles y sus sucesores son testigos de Dios crucificado y resucitado en Cristo. De ese modo, son testigos de la vida que es más fuerte que la muerte. Son testigos de Dios que da la vida porque es Amor (1 Jn 4,8). Son testigos porque han visto, oído y tocado con las manos, con los ojos y los oídos de Pedro, de Juan, de Tomás y de tantos otros. Pero Cristo dijo a Tomás; “¡Bienaventurados los que, aun sin haber visto, creerán!” (Jn 20,29).

En una reflexión desarrollada en el año 1968 por el joven profesor Joseph Ratzinger, entonces sacerdote y catedrático en Tubinga, con el título: “¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?”, afirmaba: “El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe”. Y agregó: “El futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos.”

4 b) Concilio Vaticano II: un nuevo Pentecostés?

El Santo Padre Juan XXIII, en 1962, anunció al mundo un nuevo Concilio, y usó repetidamente la palabra «aggiornamento = actualización». En su discurso de apertura dio una primera explicación de lo que entendía con este término: «El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni deformaciones, [...]. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte siglos.»

Es decir, experimentar la “novedad en la continuidad”. Y ¿Qué es lo que permite hablar de novedad en la continuidad, de permanencia en el cambio, si no es precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia?

El Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. SS Juan Pablo II, en 1981, escribía: «Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan providencialmente --renovación que debe ser al mismo tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia- no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su virtud»

Pero en el discurso de clausura de la primera sesión, Juan XXIII habló del Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá abundantemente a la Iglesia de energías espirituales». Las palabras con las que el Santo Padre Juan XXIII describe la conmoción que acompañó «el repentino florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio», tienen todos los signos de una inspiración profética.

4 c) A 60 años de distancia.

Hablar de un nuevo Pentecostés en la Iglesia de hoy, vistos todos los problemas y las controversias surgidos en la Iglesia después del Concilio, nos parece, por lo menos, que es exagerado, o muy distante de la realidad.

A pocos años de finalizado el Concilio, en 1972, ya SS Pablo VI tiene cada vez más la clara impresión de que existe algo de profundo y de negativo que aflige a la Iglesia crecientemente. El camino de la secularización y la falta de unidad interna están volviéndose dos grandes problemas para la Iglesia en el mundo entero. SS Pablo VI se expresó de esta manera:

o   “…Diríamos que, por alguna rendija misteriosa – no, no es misteriosa; por alguna rendija, el humo de Satanás entró en el templo de Dios. Hay duda, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación”.

o   “…Se creía que, tras el Concilio, vendrían días soleados para la historia de la Iglesia. Vinieron, sin embargo, días de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre… Intentamos cavar abismos en lugar de taparlos…”

Avanzamos en el siglo XXI, y se observa que la Iglesia, reconocida por muchos como la “barca de Pedro”, está pasando por una fuerte turbulencia, una tormenta, sufre de quebrantos y desuniones. Algunos lo identifican como que el “modernismo” del mundo ha penetrado en ella y amenaza socavarla.

Esto nos trae recordar en episodio de la Tempestad Calmada, que recoge el evangelio de Marcos (4,35-40):

o   “Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón.
Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»”

Si nosotros lo pensamos (que la barca de la Iglesia se hunde), como lo pensaban los Discípulos, puede ser signo de poca fe. Con la presencia de Cristo, la Iglesia es insumergible, porque cuenta con el auxilio divino. Si se nos olvida, tenemos poca fe. Ojalá el reproche de Jesús a sus Apóstoles no sea para nosotros. Que en nuestros corazones nos sintamos seguros, porque sabemos que Él es el Hijo de Dios, y que tiene poder sobre las olas y el mar. Pues entendemos que:

·       La otra orilla es el Cielo, la santidad.

·       La barca que nos lleva es la Iglesia.

·       La tormenta es la vida en el mundo presente

·       Quien en definitiva dirige la barca y calma la tormenta es Jesucristo

Pero no permitamos que los discípulos cobardes y sin fe, seamos nosotros los católicos?  ¡NO!

Entre escándalos y envejecimiento, muchos creen que la Iglesia está llamada a hundirse. Que lo piensen los ateos, los agnósticos, los “extraños”, puede ser normal. Se creen que la Iglesia tiene sólo las capacidades personales de sus miembros. Se les olvida la dimensión sobrenatural, esa que nosotros deberíamos tener siempre presente. Porque la barca de la Iglesia no es nuestra, es de Cristo, y es Él el capitán y el timonel.

Pero el tema de la “tormenta” en la Iglesia, no es nada nuevo, sólo basta con ir a releer los Hechos de los apóstoles y constatar cómo no faltaron problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no menos encendidos que los de hoy!

Igualmente, no podemos dejar de recordar otra “tormenta” en la Iglesia, y con lo que le sucedió a San Francisco en el siglo XII.  Un día salió a dar un paseo y entró a rezar en la vieja iglesia de San Damián, fuera de Asís. Y, mientras rezaba delante del Crucifijo puesto sobre el altar, tuvo una visión de Cristo crucificado que le traspasó el corazón, hasta el punto de que ya no podía traer a la memoria la pasión del Señor sin que se le saltaran las lágrimas. Y sintió que el Señor le decía: "Francisco, repara mi iglesia; ¿no ves que se hunde?" Con lo cual San Francisco de puso de inmediato en acción, a trabajar en favor de la Iglesia.

 “También hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar”, afirmaba el Papa Benedicto XVI en su Carta apostólica “Porta Fidei”.

 

4 d) La Sagrada Escritura y la Eucaristía: pilares de la Iglesia

La expresión sentida que dirigieron a Jesús resucitado los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros” la Iglesia de hoy la hace suya, como una súplica, porque necesita experimentar la presencia de su Maestro y Esposo, como Palabra y como Pan de vida. Si Evangelizar es una misión esencial de la Iglesia: divulgar y enseñar la Palabra de Dios, igual de importante lo es la Eucaristía: fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia.

 

Capítulo 5 

…. y finalmente lleguemos a Dios.

 

San Pablo, que supo hacer resaltar la unión de Cristo con su Iglesia, no podía menos de decirnos algo sobre la gloria final del Cuerpo místico de Jesús; y nos dice, en efecto (ib. 24-28), «que en el día fijado por los divinos decretos, cuando ese Cuerpo místico haya alcanzado la plenitud y medida de la estatura perfecta de Cristo» (Ef 4,13), entonces surgirá la aurora del triunfo que debe consagrar por siempre jamás la unión de la Iglesia y de su Cabeza. Asociada hasta entonces tan íntimamente a la vida de Jesús, la Iglesia, ya perfecta, va a «compartir su gloria» (2Tm 2,12; Rm 8,17).

La resurrección triunfa de la muerte, último enemigo que ha de ser vencido; después, reunidos todos los elegidos con su jefe divino, Cristo (son expresiones de San Pablo) presentará a su Padre, en homenaje, esta sociedad, no ya imperfecta ni militante, rodeada de miserias, de tentaciones, de luchas, de caídas; no ya padeciendo el fuego de la expiación, sino transfigurada para siempre y gloriosa en todos sus miembros. Amen.

 

Capítulo 6

La Iglesia: El Reino de Dios en la tierra

 

La Iglesia es la continuación de Cristo en el mundo. En ella se da la plenitud de los medios de salvación, entregados por Jesucristo a los hombres, mediante los apóstoles. La Iglesia de Cristo es «la base y pilar de la verdad» (1 Ti. 3, 15); es el lugar donde se manifiesta la acción de Dios, en los signos sacramentales, para la llegada de su Reino a este mundo.

Iglesia que es Una, Santa, Católica, y Apostólica.

Una - Dice San Lucas que la comunidad de Pentecostés se mantenía unida en la oración, era «unánime» (4,32). Después de la venida del Espíritu Santo, San Lucas utiliza una expresión todavía más intensa: «La muchedumbre... tenía un corazón y un alma sola» (Hch 04, 32). Con estas palabras, el evangelista indica la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la unicidad del corazón.

Santa - En Pentecostés, el Espíritu penetra en una comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota de la Iglesia: la Iglesia es santa, y esta santidad no es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo.

Católica – El día de Pentecostés manifiesta también la tercera nota de la Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su presencia en el don de lenguas; de este modo renueva e invierte el acontecimiento de Babilonia: la soberbia de los hombres que querían ser como Dios y construir la torre babilónica, un puente que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a espaldas de Dios. El Espíritu Santo, el amor divino, comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en la diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las lenguas, es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo y tierra.

Apostólica - La Iglesia es apostólica, porque está «edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef 02, 20). La Iglesia no puede vivir sin este vínculo que la une, de una manera viva y concreta, a la corriente ininterrumpida de la sucesión apostólica, firme garante de la fidelidad a la fe de los apóstoles. San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia: «Todos perseveraban en la doctrina de los apóstoles» (2,42). El valor de la perseverancia, del estarse y vivir firmemente anclados en la doctrina de los apóstoles, es también, en la intención del evangelista, una advertencia para la Iglesia de su tiempo -y de todos los tiempos-. Y, siendo esto así, cometería un grave error quien la desconociera. Así que no más cristianos «a mi manera», sino a la manera que Cristo dispuso.

Y Cristo quiso salvarnos en su Iglesia que es Una, Santa, Católica, y Apostólica.

 

Capítulo 7

Oración por la Santa Iglesia

 

Confiemos en el Señor Jesús, que se hace presente en el Santísimo Sacramento, confiemos en el Espíritu Santo dador de vida, confiemos en nuestra Virgen santísima, Madre de la Iglesia, y pongámonos en oración.

Padre, te imploramos porque se nos conceda una Iglesia viva en la fe, testigo de su amor, unidad en la caridad entre hermanos. Que tengamos firmeza para seguir las Palabras reveladas por Tu Hijo Jesucristo, Nuestro Señor, sin decaer por causa de los ataques y las persecuciones a la Iglesia y sus integrantes.

Padre, en Jesús, Tú te nos diste totalmente a Ti mismo, es decir, nos diste todo y con el Espíritu Santo recibimos la fuerza por la que Cristo nos hace experimentar su cercanía; habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo y ora y da testimonio de la adopción de hijos.

Padre, te pedimos por tu Misericordia, que el Paráclito se manifieste con mayor esplendor y magnanimidad; dirija a la Iglesia con dones jerárquicos y carismáticos y la enriquezca con to dos sus frutos, la rejuvenezca, la renueve constantemente y la conduzca a la unión consumada.

Padre, te pedimos que en Su Santidad sucesor de Pedro, encontramos al mismo Cristo, Buen Pastor, que guía a sus ovejas a los pastos del cielo. Permite que escuchemos su voz, sigamos sus huellas, imitemos su ejemplo de amor, de santidad y de entrega incondicional para el bien de todos los hombres, nuestros hermanos. Danos la perseverancia para orar en favor del Papa y sus intenciones.

Padre, oramos a Ti en favor de esta enorme red de testigos, que respondiendo a tu llamado, se ha organizado a los largo de estos dos mil años, para ejercer tu misión; para atender tu Iglesia; como fieles pastores para servir y amar a toda tu grey, con entera dedicación y sacrificio. Te pedimos Señor porque el Espíritu de la verdad, aumente las vocaciones sacerdotales tan necesarias en nuestros días.

Padre, tu Hijo resucitado tiene necesidad de testigos que se hayan encontrado con El, que le hayan conocido íntimamente a través de la fuerza del Espíritu Santo; hombres que, habiéndole tocado con la mano, por así decir, puedan testimoniarle. Nos ponemos por tanto en oración y te imploramos, para que la Iglesia, familia de Cristo, por medio de sus discípulos, continúe la indispensable labor de predicar el Evangelio. Que no cesen nunca de bautizar a más y más hijos de Dios, para que a través de testigos, los hombres y mujeres, llenos de Cristo, enciendan de nuevo de manera siempre nueva, por todos los confines de la tierra, la llama de la fe.

Ayúdanos Señor a responder a tu llamado, a ser testigos tuyos; que nuestro actuar se corresponda con el amor que nos has dado.

Ayúdanos a saber comportarnos en nuestra vida, para que no seamos motivos de ataque a tu Iglesia.

 Ayúdanos a perseverar en nuestra fe.

Ayúdanos a seguir el camino de las bienaventuranzas que nos enseñaste en el Evangelio, y de esa manera vencer las tentaciones del mundo.

Ayúdanos a alcanzar la santidad.

Amén.

 

 

 

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